CHORROS DE JABÓN.
Por Juan José Zavala Estrada.
Azotas otra vez la prenda en el lavadero, la tallas, la restriegas, la enjuagas. Raspas con las uñas la mezclilla. Te concentras en la mancha más grande, en la que empieza en la base del bolsillo derecho y se sigue hasta la bastilla. Notas que los dedos te duelen, y las muñecas, y que los antebrazos te arden. Pero más notas que la mancha no sale, que sigue tan viva como cuando te quitaste el pantalón y lo echaste al lavadero. Más agua, piensas. Más jabón. Antes de hundir la jícara en la tina y echar el agua sobre la ropa, retiras de la yema del meñique una de las astillas que se te incrustó hondo. Al hacerlo, un crujido bofo te llega a los oídos a manera de recuerdo, y te parece ver a aquellos hombres en posición fetal cubriéndose el rostro, suplicando. Sacudes la cabeza. Respiras. Avientas un puño de detergente sobre el pantalón y con lo que queda de la barra Zote friegas hacia atrás y hacia delante. Los palos que sostienen el lavadero rechinan, y el lavadero escupe chorros de espuma en todas direcciones.
Te punzan las manos, los hombros y las sienes. Los ojos te arden, quizás por el jabón que te ha brincado a la cara o por el sudor que te escurre de la frente, o por el llanto, o por la rabia. O por la angustia de saber que ella lo vio todo, que ella te vio así, que te vio hacerlo. Las piernas te tiemblan, también el pecho. ¿Qué hicimos? Repites las preguntas que te acompañaron de camino a casa mientras ella guardaba silencio y te apretaba fuerte la mano, y te esquivaba la mirada, y temblaba. ¿Qué hice? Las preguntas llegan con un ruido lejano, como de sirenas, como de patrullas, y con el viento que sopla en el corral y que sacude las plantas de las macetas y las ramas del guayabo. Lo que se tenía que hacer. Endureces el ceño y remarcas la sentencia que dieron los otros padres al entrar a aquel salón y ver las veladoras y oler el incienso; al mirar a sus hijos hincados, desnudos, rezando el credo; persignándose y golpeándose el pecho frente a los hombres de túnicas blancas que los tocaban y babeaban. Dejas de tallar y das dos pasos hacia atrás. Vuelves a mirarte las manos: las marcas que te dejó el madero con el que los golpeaste siguen allí, se notan a pesar de lo enrojecido de la piel y de los restos de jabón. Luego te miras la blusa. También está manchada. Te la quitas y la arrojas sobre el pantalón; viertes el agua que queda en la tina. Sientes ganas de vomitar; te arqueas a un lado del lavadero y vomitas. ¿Estás bien, mami? La voz de Isabel te hace girar. Te mira por unos segundos desde la puerta de la cocina con un pantalón limpio en una mano y con tus sandalias en la otra. Luego agacha la cabeza y mira al suelo. Te incorporas y caminas hacia ella. Estoy bien, hija, dices y le recibes el pantalón y te calzas las sandalias. El viento te hace tiritar, notas que a ella también. ¿Y tú? Te acuclillas, le buscas los ojos. ¿Estás bien? Dice que sí, cruza los brazos. Se muerde el labio inferior y con gesto triste pregunta: ¿Lo que pasó fue mi culpa? La tomas de los hombros y la sacudes. ¡No!, le dices. ¡No pienses eso! Después la abrazas y le besas la frente. Le pides perdón por haberla dejado ahí todas esas tardes de viernes y sábado, todas esas mañanas de domingo. No fue tu culpa, reiteras y le limpias la nariz con la pernera del pantalón que acaba de darte. Ella guarda silencio. ¿Mami?, dice al fin. ¿Dios me va a seguir queriendo? Ellos decían que sólo así le gustábamos: cuando nos quitábamos la ropa y éramos obedientes. Se te van las palabras, y sientes cómo un calor que te sube desde alguna parte te hincha las venas. ¿Y si Dios ya no me quiere, mami? Aprietas los puños. Quieres tener de nuevo el madero en forma de cruz en tus manos y a aquellos hombres a su alcance. Ellos decían que en el catecismo… ¡No! Le sellas los labios con la yema del dedo. Olvida lo que te dijeron, Isabel. Olvídalo todo. La abrazas fuerte. Después le dices: Ya no vas a hacer tu primera comunión, hija. Su rostro palidece. Pero… agregas en cuanto ves que una lágrima rueda por su mejilla. Te aseguro que Dios te sigue queriendo. Ella moquea, te mira y mira al cielo. ¿Tú crees, mami? Su rostro contraído trae a tu mente el recuerdo de los bultos de yeso y de los jarrones de bronce con los que se armaron los otros padres de familia; las salpicaduras en las paredes y en los cuadros, los gritos. Y de pronto sientes el mismo alivio que cuando aquellos hombres dejaron de moverse; cuando viste que las túnicas que los envolvían ya no eran blancas. Sí, hija. Sonríes y le acomodas con cuidado el flequillo. Y no te preocupes por eso. Recargas su cabeza en tu hombro y le susurras: Te juro con mi vida que Dios te va a seguir amando tanto como yo.