Túnel de lavado
Marta Rojo Cervera
Empezó, como siempre, como un roce, una tontería. Que por qué no me había dicho que no venía a cenar, que con quién salía, que siempre estaba saliendo y nunca teníamos tiempo de calidad para pasarlo juntos. Fue como si le hubiera pinchado con una aguja. Empezamos hablando en tono frío, con apariencia de calma, pero terminamos chillando. Todavía nos gritábamos cuando nos subimos al coche, cada uno dando en su puerta un portazo fuerte, la rabia condensada. Y ahora, pensé, a recoger al niño a la maldita hípica, y otra vez los malditos caminos de tierra, de barro, que nos dejan el Mercedes más guarro que si hubiéramos atravesado con él el desierto.
Lucas conducía, la vista fija en la carretera, y yo miraba por la ventana, pero no podíamos parar de discutir. Qué quieres, controlar todo mi tiempo. No, me bastaría con saber que estamos casados para algo. Eres tremendamente inmadura, son cosas de trabajo, deberías saberlo. El trabajo, el trabajo, siempre el trabajo por medio. Cuando giramos en la gasolinera, la parada de cada martes y jueves para lavar el coche -no podemos ir así de guarros por la vida, Lucía, un coche sucio es como una camisa sin planchar- yo lloraba sin poderlo evitar.
El túnel de lavado nos recibió con sus brazos de agua, jabón, sus luces azuladas. Nos quedamos en silencio. Yo pensaba joder, qué mierda de martes, qué mierda de semana, qué mierda de vida. Lucas no me miraba cuando, por delante del coche, los rollos gigantes de mopa roja empezaron a abrirse para secar el cristal. Me arrellané en el asiento y pensé, al menos tenemos este coche, y seguimos juntos, y el niño está tan guapo. Lucas esbozó una sonrisa, como si me escuchara pensar. Otros dos rollos de mopa pasaron por el capó y el techo del coche, en vertical, y casi sentí como si me aplastaran a mí también, pero no como un pisotón sino como el peso caliente de una manta cuando hace frío. Lucas puso una mano sobre mi mano en el cambio de marchas y yo, con la otra, señalé el final del recorrido, el último monstruo del laberinto. Mira el mocho gigante, dijimos los dos a la vez, y nos reímos. Cuando bajamos del coche en la hípica, Lucas me besó como en nuestra primera cita. Parece que el túnel de lavado nos haya limpiado a nosotros, pensé, sonriendo.
El jueves fui yo sola a por el niño. Lucas tuvo que quedarse en la oficina, o eso me dijo diez minutos antes de la hora de salir de casa. No se esperó a que le contestara para colgarme el teléfono, así que no me escuchó llorar con el móvil en la mano, subir al coche llorando, pasar de largo de la gasolinera e ir directa a la hípica. Qué te pasa, mamá, decía el crío. Mamá, no llores. Y entonces le dije, mamá va a dejar de llorar, mamá se va a limpiar por dentro y va a estar contenta. Y desvié el coche, y pasamos por el túnel de lavado, mopa, rollos, jabón, y me sentí renacer, y nos fuimos a cenar al McDonalds.
El sábado, fuimos a la playa. Mi cuñada llamó cuando estábamos a punto de salir: ella y los niños se apuntaban al plan. La rabia me subió por la garganta, joder, Lucas, nunca tenemos tiempo para estar los tres juntos y ahora tenemos que cargar con estos idiotas. No hables así de mi familia. Portazos y al coche. El niño, detrás, cerraba los ojos mientras nos gritábamos. Cuando lo escuché llorar, dije en voz alta, basta. Dimos la vuelta, le dije a Lucas que confiara en mí. Notaba cómo el corazón me latía a mil por hora. El túnel de lavado nos recibió como lo hace un hogar. El niño dejó de llorar, Lucas suspiró, yo cerré los ojos para sentir mejor cómo nos limpiaba, cómo dejábamos la rabia y el sufrimiento atrás. Nos reímos del mocho gigante y saltamos olas con la cuñada y los críos. Fue un día precioso.
¿Quién no habría repetido una, dos, mil veces la experiencia? Volví cada martes y cada jueves, y luego también los lunes. Los miércoles me llevaba al niño al centro, de compras y merendar, le decía, pero en realidad cogía el coche solo para pasar por el túnel de lavado, solo para purificarme. Y purificarlo. Empecé a ensuciar el coche con arena y barro de la calle para poder lavarlo también los viernes, con Lucas, de camino a cenar en casa de algunos amigos, o en algún restaurante bueno. Estás loca, me decía. Decía que me había vuelto adicta al túnel de lavado. Discutíamos, nos decíamos cosas horribles, casi me lleva a rastras a un psicólogo, un día pensé que estaba a punto de abandonarme. Pero me daba igual, porque sabía que era tan fácil como pasar por el túnel de lavado una vez más, solo una vez más, y estaríamos limpios. Limpios otra vez para volver a empezar. Solo tenía que acallar esa vocecita que me decía que nunca me limpiaría del todo, que la suciedad la llevaba dentro.
Por eso estoy aquí hoy, de pie, solo huesos y carne, sin metales ni ruedas. De pie frente al túnel de lavado. Hoy no habrá intermediarios, hoy saldré de aquí completamente limpia, esta vez de verdad.