LA RED.
Por Thania López Rodríguez.
Cuando él la invitó a salir la primera vez, sus amigas le dijeron que qué envidia, que qué guapo. Cuando él le pidió matrimonio, sus padres dijeron que qué maravilla, que sus hijos iban a salir hermosos. Aprende a tu hermana, le dijeron a la otra hija, hay que mejorar la raza.
Cuando en la luna de miel él rompió una botella y dejó marcado el hueco de su puño en el muro del cuarto de hotel, su madre le dijo que todos los hombres se salían a veces de sus casillas, que era su naturaleza, si hasta tu padre ha perdido la cabeza alguna vez. Le aconsejó no provocarlo y no hacerlo enojar.
La primera vez que él le dio una cachetada, ella no se lo dijo a nadie. Se sorprendió tanto que pensó que debía ser un malentendido. Sí, seguramente había sido una equivocación. Cuando la aventó contra la pared, ella pensó que esta vez lo había hecho enojar de más, se prometió ser mejor compañera y no volver a provocarlo.
Cuando comenzó a dejarle moretones en el cuerpo, ella empezó a faltar al trabajo y a llegar tarde y su jefe le dijo que iba a tener que descontarle unos días, porque que eran de Recursos Humanos y tenían que dar el ejemplo.
Cuando él le prohibió ver a sus amigas porque eran una mala influencia, ellas pensaron que qué triste que se alejara, pero que respetaban su decisión.
Cuando le rompió el brazo izquierdo, él mismo la llevó en coche hasta la puerta de la clínica. Después de que le pusieron el yeso, ella llamó a su hermana, que le preguntó si quería ir a denunciarlo y la llevó hasta el Ministerio Público. Cuando llegaron al estacionamiento, ella dijo que ya no quería hacer la denuncia, porque estaba embarazada. Su hermana se puso seria y le dijo que muchas gracias por hacerla perder así su tiempo. ¿A dónde quieres que te lleve? Le preguntó. A casa, dijo ella, y su hermana la llevó de vuelta a su departamento de casada.
Cuando cumplieron dos años de matrimonio, él había adquirido la costumbre de golpearla en la cabeza para no dejarle marcas por si se le ocurría ir a denunciarlo otra vez. Eso le decía. Su familia ya sabía sobre los golpes, pero no lo mencionaban para no hacerla sentir peor. Su tío el psicólogo decía que él era un narcisista y que los narcisistas no cambian nunca. ¿Y qué hago, tío? Preguntaba ella. Ya sabes qué hacer, tú también eres psicóloga, le contestaba el tío.
Cuando le rompió una costilla, el hueso casi le perforó un pulmón y tuvo que pasar varios días en el hospital. Su hermana le preguntó si ahora sí iba a querer denunciarlo o iba a hacer la misma pendejada que las otras veces. Ella dijo que ahora sí y su hermana le dijo que no le creería hasta que no la viera hacerlo.
Después de hacer la denuncia, su padre le dijo que claro que se podía quedar en su casa todo el tiempo que necesitara para arreglar su matrimonio. Su abuela le dijo, varias noches después, llorando, que nunca había querido algo así para ninguna de sus nietas, una vida de divorciada y un niño creciendo en un hogar roto. Pero que la apoyaba en cualquier decisión que tomara.
Cuando él la citó en su departamento para hablar y aclarar las cosas, su madre le aconsejó que no llevara al bebé para que no viera a sus papás pelearse. Le dijo que ella se lo cuidaba todo el tiempo que fuera necesario.
Cuando los vecinos escucharon los gritos, subieron el volumen de sus televisores y de sus celulares y pensaron que qué fastidio que la pareja del 501 había vuelto con sus peleas otra vez.
Por la tarde, cuando los policías llegaron en tres patrullas por el cuerpo reventado sobre la acera, determinaron que había sido un accidente, que lo más probable era que ella se hubiera resbalado o tropezado y se hubiera caído por el balcón desde el quinto piso.
Por la noche, cuando él fue a la casa de los padres de ella pidiendo que le dieran a su hijo, la madre de ella envolvió en una manta al bebé, que lloraba desconsolado, y se lo puso a él en los brazos porque, después de todo, era su padre.