Verde que te quiero verde
Pero yo ya no soy yo,
ni mi casa es ya mi casa.
Federico García Lorca
Mi novio amaneció con la cara verde. Así tal cual, verde como pasto en verano. Casi he pegado un grito al abrir los ojos y encontrarme con su cabeza de aguacate al lado. Me contuve, por no hacerle sentir mal. Solo le he dicho “Love, tienes algo en la cara”. Él se levantó, se tronó la espalda con pereza y caminó arrastrando las zapatillas hasta el baño, para mirarse en el espejo. Se palpó un par de veces los cachetes medio caídos, se alzó de hombros y dio media vuelta en dirección a la cocina, a preparar el desayuno. “¿Quieres tostadas?”, preguntó. Yo me puse la bata y corrí al espejo del baño, a verificar que mi cara no estuviera verde también. Gracias a dios, solo era él.
El verde no es mi color favorito. No creo que sea el color favorito de nadie. De los ogros, quizá. He oído que la gente se pone verde de envidia. También están los viejos verdes, con pésima reputación. Busqué en Google el verde exacto de la cara de mi novio (en navegador incógnito, por supuesto). Después de un rato comparando paletas de color he determinado que la primera mañana tendía al esmeralda (#028A0F), mientras que con el paso de los días va tirando hacia el basil (#32612D). No parece buena señal, pero él no ha dado signos de incomodidad o molestia. Puede que el tonito opaco se deba a falta de agua. Siempre le repito que no se olvide de tomar agua.
Salimos a la feria. A mi novio lo enfundé en una chaqueta negra para que no llame la atención –su cara está de un verde Hunter vomitivo–, con una gorra de lana a juego para esconder los finos pelitos paliduchos que han empezado a salirle de las orejas, como brotes de trébol. Me cuesta darle la mano en público, pero hago mi mejor esfuerzo para que no note mi incomodidad. Él, por su parte, es completamente ajeno a las miradas curiosas y los murmullos que deja flotando en el aire a su paso. Está tan contento que al poco rato se me olvida la cara verde, me paro de puntitas y le doy un beso. Por la noche nos acurrucamos. Esta mañana, al levantar la sábana encontré mis pies enredados entre sus raíces.
He decidido marcharme. Él lo intuye, pero hace como si no supiera. Busca mi abrazo y yo me dejo envolver aunque mi pelo se anude en la maraña de tallos espirales. Esta mañana, al preparar el desayuno, le ha dado por sazonar el revuelto con los brotes de las hojas que empiezan a caérsele de la coronilla, por el cambio de estación. Su sabor no es bueno ni malo. No quiero desalentar su inventiva culinaria, así que trago en silencio. Algo en el gustito amargo de las hierbas me resulta familiar, me reconforta, como el té sin azúcar. Mientras levanto la mesa, lo miro y pienso que podría arrancarle unas cuantas hojas, secarlas, molerlas y guardarlas en un tarrito para hacerme el té cuando ya no esté.
Me clava su mirada acuosa cuando cree que no me doy cuenta, preguntándose —seguramente— por qué no me enverdí con él. Por qué no me salen brotes de las manos y las plantas de los pies, y mis brazos no se bifurcan en ramas que trepan como culebras por las paredes de la casa. Yo también me lo pregunto. Mi piel sigue canela y opaca como siempre, aunque un poco más ojerosa por la pena. Cuando se da cuenta de mi tristeza, se acerca y recoge mi rostro lloroso entre sus manos, apoya su frente de musgo en la mía y respira despacio, contagiándome su calma imperturbable de bosque.
Arranco frenética pedazos de hiedra de la pared y la pintura se descascara. El suelo se cubre de trozos de pared, hojas secas desintegradas y un polvillo blanco que me provoca estornudos. Me paso las manos por el pelo con rabia y me arranco los tallos enredados con todo y nudos de pelo sucio. Rasgo con las uñas mis mejillas para quitarme los hilos de hiedra que se me han quedado pegados. Su humor pegajoso se queda en mis dedos. Siento náuseas. No sé si lloro de verdad o es por el polvo que se levanta al menor de mis movimientos. Caigo rendida en la maleza a medio morir y me ovillo, me dejo engullir por el moho que empieza a tragarse mi casa.
Despierto sola, ya entrado el día. Paso junto al espejo del lavamanos sin mirarme por miedo a no reconocerme, a verme morada o azul y tener que salir corriendo a renovar todo el ropero. Voy a la cocina y me enfado con las frutas podridas que irradian su olor dulzón y tibio. Siempre compro demás. Tomo con cuidado las hojas de la matita de albahaca que he logrado criar en el filo de la ventana de la cocina. Corto lo necesario y, antes de lanzarlo en el caldo que bulle en la estufa, hundo mi nariz en su aroma verde. Pongo la radio para no estresarme con el chillido solitario de los cubiertos al rozar el plato. Cuando termino de comer, salgo al jardín y me descalzo para sentir en las plantas el frío de la hierba mojada. Me miro los pies y lo veo, por fin. De la punta de los dedos me nacen pequeñas flores.
Abril Altamirano Ponce