ALEGRÍA.
Por María José Sánchez López
El doctor miró a mi mujer, luego me miró a mí. Su expresión era más que preocupante, el estupor recorría su rostro y un extraño tic se despertó en su ceja, haciéndola temblar a una velocidad que nunca podría haber logrado de forma consciente. Gris continuaba sentada a nuestro lado, coloreando el dibujo que el doctor le había entregado hacía unos minutos. Canturreaba y movía en el aire sus pequeñas piernas que todavía no alcanzaban a descansar en el suelo; sobre la mesa se desplegaba un abanico de lápices de colores. El doctor había había llamado «test arcoíris» al test número siete al que Gris había sido sometida. En primer lugar, tuvo que escoger entre varios dibujos en blanco y negro: el primero un cementerio, el segundo una calavera, el tercero una fábrica echando humo, el cuarto una mujer llorando, el quinto un accidente de tráfico y, por último, el sexto una mariposa con sus alas desplegadas. A pesar de que intentamos sugerirle que quizás aquel no era el dibujo adecuado, Gris escogió la mariposa. El doctor nos dirigió una mirada inquisitiva, pero lo peor llegó con la elección de los colores cuando mi hija se abalanzó riendo sobre la caja de lápices más coloridos sin ni siquiera valorar el resto de los colores tristes. Mi mujer rompió a llorar. Habíamos hecho todo lo posible para que Gris hiciese honor a su nombre, para que fuera una niña triste y normal como sus hermanos, pero el diagnóstico del doctor no dejaba lugar a dudas: Gris era una niña alegre.
Podríamos haber abandonado el pueblo, buscar un lugar en el que no supieran que Gris pertenecía a aquel grupo de personas a las que todos odiábamos, de las que nos avergonzábamos y a las que repudiábamos. Podríamos haber continuado con nuestra vida como hasta la fecha, pero Gris contaminaría a sus hermanos con su estúpida alegría, les contagiaría sus ganas de vivir y comenzarían a reír de forma despreocupada como lo hacía ella. Podríamos incluso haberla internado en uno de aquellos centros de los que a menudo oíamos hablar, centros de rehabilitación en los que se utilizaban técnicas efectivas para arrancar la luz, el color y la felicidad de la mente, pero escogimos la opción que todos esperaban que escogiéramos, la opción más dolorosa y que provocaría más tristeza en nuestros corazones, y es que la tristeza era nuestra forma de vida. Contraté a unos hombres que se ocuparían de hacerla desaparecer de nuestras vidas para siempre, la llevarían lejos y, quién sabe, quizás acabarían con su vida. Era triste, muy triste, pero era la única forma de que nuestros vecinos y amigos volvieran a aceptarnos como miembros de la comunidad. El remordimiento y el temor se adueñaron de nosotros y nuestros vecinos comenzaron a venir para llorar a nuestro lado la desgracia de haber criado a una hija alegre. Les explicamos una y mil veces que había seguido la misma educación que sus hermanos, pero que ella jamás había albergado tristeza en su interior. Ella siempre había destacado a pesar de ir vestida de riguroso negro, como se exigía en las escuelas. Su madre le teñía su cabello cobrizo de negro petróleo para que nada la hiciese destacar. Jamás le demostramos afecto ni le dimos ninguna caricia, pero ella era como una bombilla incandescente que iluminaba todo aquello que tocaba. Recuerdo un día en el que, por un momento, sentí alegría a su lado. Era un martes lluvioso y Gris chapoteaba sobre los charcos en el exterior de la casa. Todavía acudo a terapia para eliminar cualquier atisbo de felicidad que pueda haber quedado enquistado en mi interior. Su felicidad era tan contagiosa como peligrosa y una enfermedad como tal, debía ser erradicada.
Tras la desaparición de Gris, nuestras vidas volvieron a la aflicción habitual. Nunca supimos si la niña continuaba viva o si debíamos llorar su muerte, pero aquello otorgaba aún más angustia a nuestra existencia. En casa nada de canciones, nada de risas, nada de juegos. Afortunadamente los niños lloraban a su hermana y perdieron algo de peso, por lo que nos felicitaron en sus respectivas escuelas. Pronto todo regresó a la normalidad y tanto nuestros amigos como el resto de los miembros de la comunidad olvidaron que Gris, en algún momento, estuvo a punto de hacer tambalear los cimientos de nuestra sociedad. Mentiría si dijera que nunca más pensé en ella.
Mi vecino estuvo hace unos días en la ciudad, a más de cincuenta kilómetros de nuestra comunidad. Me explicó que la tranquilidad de sus calles se vio alterada por un grupo de jóvenes que irrumpió en la ciudad con un inmenso autobús decorado con una enorme mariposa de colores chillones que, según dijo, hacían daño a la vista. Me dijo que de entre todos, le llamó la atención una chica con el cabello del color del fuego que bailaba descalza al son de la música que sus compañeros tocaban.