No cabe imaginar el futuro porque no hay ser vivo que nos lo explique. Cada año, cada mes, cada día, en algún lugar del mundo hay alguien, probablemente joven, posiblemente preparado, seguramente atrevido, casualmente desde un garaje, eventualmente americano, chino, coreano, japonés o israelí que está desarrollando un nuevo producto tecnológico, una aplicación de dudosa o imperiosa necesidad, un protocolo que permita ir más allá.
¿Cuáles de esos tendrán éxito, utilidad o aceptación masiva? Nadie lo sabe. La experiencia nos ha enseñado que cuando menos se espera, sin previsión o análisis de las consecuencias un grupo de personas crea una empresa que en pocas semanas llegan a denominarse Unicornio, la cual toma posiciones y conquista un fondo de inversión que la eleva a los altares del consumo y, en consecuencia, a los financieros. Uber, Cabify, Netflix, Aliexpress, Whattsapp, Instagram, Xiaomí…
De las pocas cosas que podemos hablar, que es factible explicar y que tenemos aseguradas son: que habrá coches y taxis voladores autónomos; que el campo y la ciudad estarán conectados e interconectados; que los videojuegos dejarán de disfrutarse en una pantalla; que ya no hablaremos por teléfono sino «en persona» a través de hologramas; que tendremos el don de la ubicuidad; que las ciencias sociales serán estudios residuales; que la medicina tendrá fases automatizadas y a distancia; que se empujará a las mujeres a realizar estudios STEM; que los algoritmos tendrán que cotizar porque son la nueva fuerza de trabajo y que, si la información es el poder, los datos mal utilizados, si no lo remediamos, conllevarán grandes desigualdades sociales y fuertes riesgos de presencia de «bias» o sesgos.