DOS CAFÉS PARA LLEVAR.
Por Pedro Domínguez
Es bastante problemático no acordarse de lo que pasó la noche anterior. Pero más problemático es despertarse en la cama de tu jefe, sin ropa, bajo una sábana de los Power Ranger edición coleccionista —no preguntéis por qué lo sé— e incontables artículos promocionales de World of Warcraft. Extiendo el brazo y casi se me escapa un grito al notar un glúteo de acero… no quiero abrir los ojos, esto no puede estar pasando. Es William, ese cretino que, semanalmente, se encarga de cuestionar mis informes de venta y propuestas de marketing para su alocada empresa de videojuegos: Raccoon Games. No voy a dejar que cunda el pánico, sobre todo, porque mi único objetivo ahora mismo es deslizarme con más sigilo que uno de esos elfos de la noche que me observan desde los estantes.
Me pregunto en qué estaría pensando anoche mientras intento que mi pie derecho alcance la solidez del suelo y abandone el colchón más cómodo que he probado nunca —Esto no pienso admitirlo jamás, obviamente, y menos a William Sánchez—. Sin embargo, noto algo mullido y peludo en la planta del pie… de repente, un fuerte maullido. Creo que he pisado al gato y, de hecho, ha sido tan repentino, que la gravedad se ha encargado de terminar con la poca dignidad que me quedaba; haciéndome rodar hasta el suelo… arrastrando la única tela que tapaba mi cuerpo y, por consiguiente, el suyo.
—¡¿Qué ha pasado?! —murmura incorporándose sobresaltado. —Eh… —Por primera vez, enmudezco.
Normalmente, habría tenido una réplica perfecta para cerrarle la boca. Sin embargo, no puedo concebir que un cuerpo tan definido se encuentre fuera de las esculturas del Renacimiento italiano… Como diría aquella conocida serie de Streaming: “Uf, samur”.
En un intento desesperado por sobrevivir a esta —surrealista, estúpida, cuestionable, controvertida, …— experiencia, salgo corriendo hacia el baño… hasta que me doy cuenta de que no sé dónde está. Pruebo aquello de “al fondo, a la derecha” y, al abrir la puerta, descubro un rostro familiar. Es, sin duda, Álvaro, el programador jefe de la empresa. Vuelvo a salir apresuradamente sin decir ni una palabra, creo que mi rostro descompuesto y mis nalgas —nada normativas, por cierto— son más que suficiente. Regreso al dormitorio y William me observa, de pie, sin ningún tipo de pudor. Su boca empieza a torcerse hacia arriba, en una mueca que pretende ser una tentativa de sonrisa.
—¿Se puede saber qué haces? — Me pregunta divertido. —Intentar que mi trasero no sea reconocido por media empresa, ya que me lo preguntas —respondo con agitación. —¡Qué exageración! Además, anoche no tuviste tanto reparo en quitarte la ropa y confesarme que no dejabas de pensar en mí desde que entraste en el área de Marketing hace dos años… —añade con sorna. —¡Más quisieras, William! Seguro que no dije eso —replico con la mirada llena de furia, aun sabiendo que ese hombre me enloquece desde que lo vi entrar en la oficina.
En mi cabeza fue algo así como aquella mítica escena de Crepúsculo a cámara lenta, él iba a ser mi perfecto Edward Cullen… hasta que abrió la boca y descubrí su arrogancia.
—Bueno, ¿desayunamos…? —Me pregunta, todavía desnudo. —Pero… ¿cómo vamos a desayunar juntos? ¡Y por Dios, ponte algo! Me voy a marchar ahora, me daré una ducha y nos vemos a las once en la reunión. Por supuesto, no hablaremos de esto —le indico con una sorprendente —y fingida— seguridad en la voz.
No le ofrezco oportunidad alguna para responder… me agacho, recojo mi ropa y, tras vestirme rápidamente en el baño —ahora sí sé dónde está por el maldito recorrido previo— pido un taxi y me dirijo a mi pequeño piso en Teatinos.
Durante el trayecto, no puedo dejar de pensar en que no recuerdo nada y, sobre todo, en la familiaridad que he sentido junto al cuerpo de William al despertarme. Una intimidad que creía desconocer desde la ruptura con Germán hace un par de años; desde que me rompió el corazón marchándose y abandonando el hogar que durante tantos años construimos. Un hormigueo en el estómago que hace tiempo no sentía.
La puerta del piso parece no querer abrirse y, de repente, soy consciente de que me encuentro en mitad del rellano, con el pelo alborotado y un olor cuestionable. Las lágrimas empiezan a brotar como dos riachuelos y me dejo caer de espaldas a la puerta. Soy una persona bastante pragmática y organizada, desde luego esto no entraba dentro de mis planes… tampoco sentirme cual grupi de Take That en los noventa cada vez que William aparecía por mi escritorio cada mañana.
Retorno a aquella promesa tras un largo sendero, en el Cerro de la Tortuga, justo un día después de la catástrofe sentimental. Me prometí que no volvería a sentirme vulnerable ante los ojos de otra persona, no habría lugar para nuevas despedidas porque no existirían nuevos comienzos. Sentir mucho, a menudo, duele más para la persona que lo experimenta.
Aquí estoy, cuatro años después, dándome cuenta de que esa promesa será muy difícil de cumplir y me tiemblan las piernas con tan solo pensarlo. Me levanto del suelo con el cuerpo engarrotado y con el deseo renovado de esconderme, de nuevo, en esa falsa seguridad y control.
Justo cuando voy a cerrar la puerta del piso, una cansada figura me llama. —¡Luis, no cierres! —Dice William con la frente llena de sudor y dos cafés en la mano. —¿Qué haces, William? No juegues conmigo, no estoy para tus tonterías —le respondo molesto.
Antes de que me dé cuenta, sus labios se posan en los míos, cierro los ojos y el corazón se me desboca. Noto un reguero por las mejillas… lágrimas de puro éxtasis, de felicidad extrema. Quizá, el amor tan solo dure un momento o, quizá, dure para siempre. Pero si algo he aprendido de las comedias románticas, es que nunca hay que dejarlo pasar… sobre todo cuando, literalmente, llama a tu puerta.